Al hablar de conductas alimentarias de riesgo existe cierta confusión. Es fácil creer que este tipo de conductas solo se presentan en quien padece Trastorno de la Conducta Alimentaria, aunque también sucede el caso contrario, hay quienes se preguntan si sus conductas alimentarias pueden ser consecuencia de padecer un TCA. Debido a la falta de información y, en muchos casos a la normalización de estas, vemos como se encuentran más presentes en nuestro alrededor. En este nuevo artículo Miriam Sanchez & Paola Sabogal nos informan detalladamente para que conozcamos las diferencias que existen, a que se deben y cómo se pueden prevenir.
Conductas alimentarias de riesgo y TCA
Los estudios indican que el 50% de la población general manifiesta conductas alimentarias de riesgo, también conocidas como relación problemática con la comida, el cuerpo o el ejercicio. En realidad, las conductas alimentarias de riesgo son similares a las conductas que se observan en un trastorno alimentario (TCA) pero sin cumplir con los criterios de diagnóstico clínico, generalmente basados en el DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales). Por tanto, la diferencia es de grado o cantidad antes que de tipo o calidad: las conductas alimentarias de riesgo se presentan con mayor frecuencia y severidad en personas con TCA.
Se estima que el 2-5% de la población mundial sufre un TCA.
En Estados Unidos se calcula que el 9% de la población sufrirá un TCA en algún momento de su vida. Esto sin considerar el inmenso subdiagnóstico existente de los TCA, especialmente de las presentaciones llamadas “atípicas” que en realidad son las más típicas y prevalentes. Aquí se encuentra la “anorexia atípica” – una anorexia nerviosa en un cuerpo más grande – que se tiende a estigmatizar y subdiagnosticar, ensanchando así la extensa evidencia de errores diagnósticos en los que incurren los profesionales sanitarios a causa del sesgo de peso.
Gráficamente, podríamos representar las diferencias a lo largo de un continuo en el cual en un extremo estaría la relación intuitiva, normal, libre y placentera con la comida, el cuerpo o el ejercicio, en el otro extremo estarían las diferentes presentaciones de los TCA y en el medio se sitúan las conductas alimentarias de riesgo.
El hecho de que las conductas alimentarias de riesgo no satisfagan los criterios clínicos de un TCA no significa que las personas no requieran atención y tratamiento ya que suelen experimentar un gran malestar y afectación en su funcionalidad, visible en dificultades de concentración, disminución de la vida social y reducción de estrategias de afrontamiento.
Pese al sufrimiento, muchas personas no buscan ayuda porque creen que su problema no es lo “suficientemente grave”.
Adicionalmente, las conductas alimentarias de riesgo pueden incrementar la presencia de pensamientos suicidas (particularmente en adolescentes), severas deficiencias de nutrientes, ansiedad, depresión y, en algunos casos, derivar en un TCA. En este sentido, los factores genéticos tienen un papel importante: si bien todos estamos expuestos a factores de riesgo sociales y culturales, existe una variabilidad genética que puede explicar en parte por qué sólo un subgrupo de las personas con conductas alimentarias de riesgo desarrolla un TCA.
Síntomas y signos más frecuentes
Entre los síntomas a nivel conductual, cognitivo y emocional que pueden indicar la existencia de una relación problemática con la comida o un TCA, destacan los siguientes:
- Conductas alimentarias: restricción dietética (en cantidad o tipo de comida), saltar comidas, episodios de atracón, purgas a través de vómito o ejercicio, uso de laxantes, diuréticos o pastillas adelgazantes, omisión intencional de insulina en diabetes (diabulimia), etc.
- Relación rígida con la alimentación (ej., evitar comer fuera de casa, horarios rígidos para comer, repetir los mismos alimentos).
- Uso de esteroides, creatina o suplementos para mejorar el rendimiento y alterar la apariencia física.
- Autoestima basada principalmente en el aspecto físico, la forma o composición y el peso corporal.
- Alteraciones en la percepción de la imagen corporal (ej., deseo de perder peso estando en “normopeso”, dismorfia muscular).
- Rutina de ejercicio excesivamente rígida.
- Uso del ejercicio de manera compensatoria, purgativa o para ganarse la comida.
- Miedo a ganar peso o tener “exceso” de grasa corporal.
- Conteo de calorías, macros, raciones, etc.
- Ansiedad, culpa y/o vergüenza en torno a ciertos alimentos o grupos (ej., consumo de alimentos ricos en azúcares o procesados).
Evaluación del problema
Los casos extremos son más fáciles de identificar. Aunque a veces existe una delgada línea que separa las conductas alimentarias de riesgo de un TCA en toda regla. Considerando los síntomas descritos arriba, se recomienda evaluar a la persona y su contexto en múltiples áreas:
- Conductas en relación a la comida, el cuerpo y el ejercicio.
- Imagen corporal y auto-estima.
- Capacidad de atención y concentración (ej., cuánta energía y tiempo dedican a pensar en comida o en su cuerpo).
- Vida social.
- Actividad laboral o académica.
- Habilidades de gestión emocional.
- Ansiedad y malestar.
Intervención y tratamiento
El abordaje en conductas alimentarias de riesgo es similar al de los TCA. La intensidad, duración o grado de apoyo necesario para una recuperación completa puede ser menor en conductas alimentarias de riesgo que en TCA. Dependiendo de la persona, pero las pautas de intervención son semejantes:
- Terapia psicológica: posible comorbilidad con ansiedad, depresión, trauma, trastorno obsesivo-compulsivo, etc.
- Asesoramiento nutricional.
- Coaching de recuperación.
- Evaluación médica: múltiples efectos físicos como amenorrea en mujeres, pérdida de masa ósea, anemia, deficiencias nutricionales, etc.
Queremos subrayar la importancia de que los profesionales que conformen el equipo de tratamiento trabajen desde un paradigma de salud en todas las tallas o HAES con el fin de conseguir una recuperación completa alejada de la cultura de dieta y el peso-centrismo dominante.
Prevención
La evidencia acumulada señala medidas efectivas y “buenas prácticas” para prevenir el aumento de las conductas alimentarias de riesgo y los trastornos alimentarios, entre ellas:
- Evitar el inicio de cualquier dieta o programa centrado en la pérdida de peso.
- Fomentar la actividad física ligada al placer, la diversión, el autocuidado o la socialización.
- Promover la aceptación corporal y el respeto a la diversidad corporal.
- Evitar los pesajes y mediciones de composición corporal o partes del cuerpo, incluyendo pesajes en revisiones médicas. El pesaje es necesario en raras ocasiones como determinar la dosis de anestesia antes de una operación.
- Educar en habilidades de gestión emocional (especialmente desde la infancia).
- Favorecer el establecimiento de relaciones sociales positivas.
- Desmantelar la cultura de la dieta y erradicar la gordofobia.
El papel de la cultura de la dieta
Los factores socio-culturales son determinantes en el aumento y mantenimiento de las conductas alimentarias de riesgo. Por una parte, la idealización de los cuerpos delgados o musculados y la patologización de los cuerpos gordos conducen a la gordofobia: sistema opresivo basado en el peso o tamaño corporal que se asocia a la estigmatización y discriminación de las personas en cuerpos más grandes. La gordofobia está tan extendida e internalizada en las sociedades modernas que la gente apenas tiene conciencia de ello.
Por otra parte, los profesionales sanitarios, organismos de salud oficiales como la OMS y las políticas de salud pública tienden a reforzar la gordofobia y la cultura de dieta al prescribir conductas desordenadas (ej., dietas restrictivas, ayuno intermitente, conteo de calorías, ejercicio para perder peso, etc.), juzgar los alimentos en buenos/malos y utilizar el peso como principal indicador de salud promoviendo la micro-gestión del mismo (ej., los chequeos médicos a menudo se convierten en chequeos de peso y otras medidas de composición corporal), además de fomentar estereotipos, conductas estigmatizadoras y errores diagnósticos por la atribución de todos los problemas de salud al peso.
Todo lo anterior conforma una cultura de dieta, belleza y delgadez donde se normaliza la relación problemática con la comida, el cuerpo y el ejercicio.
Lo que lleva a asumir que las conductas alimentarias de riesgo son normales, aceptables o incluso saludables, haciendo muy difícil la detección del problema. Obviamente, este contexto no ayuda a fomentar hábitos de autocuidado y salud integral en la población, siendo especialmente dañino para las personas vulnerables a los desórdenes alimentarios ya sea por sus características psicológicas, familiares, biológicas o genéticas.
Diferencias entre hombres y mujeres
Es interesante hablar de cómo se presentan las conductas alimentarias de riesgo en hombres y mujeres. ¿Realmente hay diferencias? Keel et al. (2007) realizaron un estudio longitudinal de 20 años para examinar cómo evolucionaban las conductas alimentarias de riesgo y sí encontraron diferencias significativas entre hombres y mujeres:
Con el tiempo las mujeres tendían a reducir la frecuencia con la que hacían dieta, la preocupación por el peso y otras conductas de riesgo, mientras que los hombres tendían a aumentar en las tres variables.
Pese a las diferencias en la trayectoria de las conductas alimentarias de riesgo, las mujeres siempre presentaban niveles superiores de preocupación por el peso, insatisfacción corporal y uso de dietas.
En ambos grupos los cambios en la preocupación por el peso y el hacer dieta se asociaban a cambios en las conductas alimentarias de riesgo.
La asunción de roles adultos marcaba el descenso de las conductas alimentarias de riesgo en las mujeres pero no así en los hombres.
Si bien las mujeres tienden a estar más preocupadas por cuestiones relacionadas con el peso y la imagen corporal, incurriendo en más conductas alimentarias de riesgo. Cada vez es más frecuente que los hombres manifiesten también estas conductas. Siendo común el uso de esteroides anabólicos, la sobrerregulación del consumo de proteínas y la restricción de carbohidratos y grasas para alterar la masa muscular.
La presión social por mantener cierto canon de belleza y los mandamientos de la cultura de la dieta – dirigidos tanto a mujeres como a hombres – podría explicar esta tendencia. También es llamativo cómo la asunción de roles adultos sólo en el caso de las mujeres puede tener un ligero “efecto protector” (probablemente por desigualdad de roles domésticos y sociales). En cualquier caso, con independencia del sexo o género se evidencia cómo el hacer dieta y preocuparse por el peso lleva a mayores tasas de conductas alimentarias de riesgo.
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