Este testimonio sobre Trastorno de la Conducta Alimentaria (TCA), concretamente de Trastorno por Atracón, nos llega desde Burriana, Castellón, de parte de Paula. Ella nos cuenta con todo detalle el proceso de evolución de su enfermedad, que nuevamente tuvo como origen las dietas y la restricción alimentaria en la infancia, así como el body-shaming que sufrió por ser una niña de cuerpo grande.
“A escondidas con mi enemigo” nos recuerda varias cosas muy importantes. Por un lado, que el retrato social y mediático que se hace de las personas gordas como indulgentes, perezosas, etc. contribuye a ocultar sistemáticamente historias de MALTRATO psicológico y emocional. Por otro, que las dietas NO FUNCIONAN, y que muchas veces produce el efecto contrario a aquel porque se empiezan.
Cuidad y proteged a vuestras niñas de desarrollar relaciones tormentosas con sus cuerpos y la comida de las que después vayan a tener que recuperarse.
¡Gracias por tu valentía Paula!
Soy de Burriana (Castellón). Comparto mi experiencia, primero a modo personal, porque creo que me va a ayudar verbalizar algo que hace tantísimo tiempo que vive conmigo. Segundo, para ayudar a hacer que sea más visible, que quien esté pasando por ese mismo momento sin saberlo pueda encontrar a alguien que pasó por lo mismo y se sienta entendidx. Que sepa que no es el único en el mundo que se siente así y que, aunque es duro, todo irá bien. Seguro que hay esperanza.
Paula Selma Huguet
A escondidas con mi enemigo
No sabría decir cuándo ni en qué momento empezó esta conducta en mi vida. Desde siempre vigilaron lo que comía porque era una niña gordita y grande. Ya de bien pequeña, con unos 7–8 años, empecé con las dietas y a comer diferente a todos los niños que tenía alrededor (como ellos no eran niños “grandes”, podían comer todos los que les apeteciese cuando fuera). Y todos a vigilar y opinar sobre lo que comía.
Crecí interiorizando que “SOC UNA XIQUETA GRAN” “Soy una chica grande”(era la manera sutil por aquel entonces de decir que eras GORDA).
Tuve la suerte de que he tenido un carácter de que ciertas cosas me resbalasen, porque ahora mismo podría estar contando que sufrí bullying debido a mi físico. Supongo que desde entonces empecé a llenar esos vacíos que no reconocía con la comida.
Solo me sentía tranquila y en paz cuando estaba escondida a solas con la comida. Ya con esa edad, cuando acababa de comer lo que me habían puesto, entraba a escondidas a la cocina a coger lo que pudiese, porque no me dejaban repetir. Le cogía dinero a mi madre o a mi abuela para poder ir al quiosco a comprar algo de comida de camino al colegio. Solo me sentía en paz comiendo e hinchándome de todo lo que no me dejaban comer y que sabía que no era bueno para mí. He pasado toda la vida actuando así. Mi hambre es totalmente “emocional”.
Si estaba contenta comía. Si estaba enfadada comía. Cuando me sentía triste comía más aún. Se fue convirtiendo en algo tan habitual que llegué a normalizar y a no reconocerlo como un problema.
Recuerdo cuando iba a algún médico nuevo para empezar una nueva dieta para perder peso. La gran mayoría siempre me preguntaba: ¿crees que tienes un problema con la comida?, ¿crees que la comida te condiciona? Yo siempre contestaba un rotundo “NO”. Yo no tenía ningún tipo de problema con la comida. ¿Pero qué chorrada era esa? Simplemente era GRANDE.
Una vez tuve a mis dos hijos ya pesaba X kilos y tenía 31 años. Un día, estando de vacaciones, subimos de la piscina y mi hija de 4 años quería meterse en la bañera. A su padre no le apetecía más agua, así que le sugirió que me pidiera a mí que me metiese con ella. La niña contestó (siempre he dicho y diré que reaccionó así porque estaba acostumbrada a oírmelo decir a mí): “papi, la mami no, que no cabe en la bañera y si se mete la romperá…”.
Aquello fue lo que hizo que me parara y pensara ”Paula, ¿qué estás haciendo con tu vida?, ¿este es el ejemplo que quieres dar a tus hijos?, ¿realmente quieres que puedan hacerles daño porque en el colegio o en la calle se rían diciéndoles “tu madre es una foca?”.
A partir de ese momento tomé consciencia de todas las barbaridades que había hecho. De cómo y a qué nivel estaba maltratando a mi cuerpo. Había conseguido normalizarlo como algo totalmente corriente y sin ningún tipo de problema.
Los lunes yo no trabajaba. Para mí era el mejor día de la semana, porque no tenía que estar pendiente de quién estaba en casa o de si vendría alguien. Entonces vivíamos justo enfrente de un supermercado. En cuanto Pablo salía por la puerta y calculaba que ya estaría lejos, bajaba al súper y cargaba con todo. ¿Recordáis aquellas bandejas alargadas de donuts de 10-12? Pues perfectamente podía comérmela de una sentada. Como el dulce no me va mucho, después pasaba al salado, y por lo general me comía un paquete familiar de Doritos.
Si por alguno de los casos no era capaz de acabarme esa cantidad de comida, empezaba a tener unos ataques de ansiedad brutales por ver que mi cuerpo no era capaz de ingerir más comida. Pero mi cabeza no paraba de decirme “te tienes que comer eso. No puedes dejarlo ahí. Te lo tienes que acabar.” Y así lo hacía. He llegado a vomitar de lo llena que estaba y, enseguida, acabar de comerme lo que había dejado. A acabar con una jaqueca brutal por la indigestión que tenía de comer tanto.
El primer año llevé muy bien el cambio de hábitos, pero al poco, cuando casi había normalizado mi peso, empezó otra tortura. Mi mente volvía a la carga. Había estado tanto tiempo restringiéndome, que volvió con más fuerza. Como por aquel entonces mentalmente estaba más fuerte, fui lidiando con los atracones y nunca más volví a darme uno de aquellos. Pero empecé a sufrir ataques de MONO, como una toxicómana, solo que mi droga era la comida. Y apartar eso de tu día a día es muy difícil, básicamente porque lo necesitamos para vivir.
A día de hoy NO me pego atracones. NO como a escondidas. Tengo una relación más sana con la comida y la disfruto. Pero mi hambre sigue dependiendo mucho de mi estado anímico.
Lo que no consigo de ninguna de las maneras es apagar esa voz que retumba en mi cabeza las 24 horas del día, diciéndome que coma, “total nadie va a verte”, “si te comes eso te sentirás mejor”, “por una vez no pasa nada”. Por eso intento mantenerme lo más ocupada posible, porque es la única manera que tengo de no oír esa voz.
En cuanto a problemas asociados al TCA, tengo disformia corporal. Nunca me veo como realmente estoy. Tampoco logro aceptarme y quererme tal cual soy, estar contenta por lo que logré, que es salir de aquella relación tan tóxica con la comida. Me queda mucho camino aún por hacer, por eso no considero que esté 100% recuperada. Aún me queda muchísimo camino por hacer en esta enfermedad con tan poca visibilidad.
Ojalá la gente fuese consciente del daño que se le puede hacer a un niñ@ con un simple comentario que al parecer es inofensivo para los demás, pero que puede convertir su vida en un verdadero infierno y condicionarlo para siempre.