Este testimonio sobre Trastorno de la Conducta Alimentaria (TCA) nos lo escribe María, que lleva toda su vida con problemas de imagen corporal y que, a raíz de la pandemia, cayó en la Anorexia Nerviosa.
Afortunadamente María eligió vivir y ya comenzó a recuperarse, y ha tomado la decisión de recuperar su vida, su ser, su identidad. Nos describe con todo detalle el vacío que ha llegado a sentir, cómo el TCA había llegado a absorber toda pizca de disfrute en su día a día.
Gracias por atreverte a compartir tu historia con nosotras. ¡Ojalá que sigas caminando hacia la libertad!
¡Hola! Mi nombre es María y quiero contar mi historia. Actualmente sufro un TCA del que me estoy recuperado poco a poco. Mi camino no es muy distinto al de muchas otras personas, pero siento dentro de mí la necesidad de ayudar a quien pueda en esto, ya que a mi hubiera gustado tener apoyo cuando todo esto empezó. Además, creo que participar en este proyecto es una forma de perdonarme a mí misma.
María
Vivir y no sobrevivir
Mi TCA se supone que empezó en la pandemia en 2020… pero yo sé que eso no es así. Desde que soy pequeña recuerdo avergonzarme mi cuerpo, sobre todo desde tercero de primaria. Por aquel entonces evitaba vestir pantalones cortos en verano, ya que me aterrorizaba mostrar mis piernas. Ahora entiendo que eso no era algo normal para una niña de 10 años.
De repente, dejé de mirarme al espejo al salir de la ducha porque odiaba lo que veía en el reflejo. Si no lo veía no dolía tanto. Paradójicamente nunca fui considerada una niña con sobrepeso. Era «normal», más «jamona» y con «espaldas anchas», como me decían, pero no era gorda. Aun así, yo nunca estuve agusto con mi cuerpo. Solo deseaba que llegara el momento en el fuera mayor para poder quitarme a mis padres de en medio y poder adelgazar libremente para verme bien.
Ese momento llegó en la pandemia, tras un año muy ajetreado ya que jugaba al fútbol en un equipo 6 y a veces hasta 7 días por semana, y a la vez era árbitra los findes, entrenado también dos veces entre semana, lo que significa que todo se solapaba.
También tenía que seguir sacando todo sobresaliente en el instituto, como había hecho siempre…
El confinamiento fue mi freno, mi oportunidad para parar. Pero yo quería mantener mi forma física, ya que es cierto que había adelgazado esos últimos meses. Entonces empecé a hacer ejercicio por mi cuenta, con muy poco conocimiento de cómo hacerlo pero, lo peor, sin saber en dónde me había metido.
Debido a que no podíamos salir de casa, mi hambre de forma natural disminuyó, por lo que empecé a cenar poco. Un día decidí pesarme en la báscula de mi madre. Ahí me di cuenta por primera vez de que había perdido unos dos kilos en un mes y mi cabeza dio un vuelco. Me dije: «!ES EL MOMENTO, AHORA!». Vi la puerta a conseguir el cuerpo que siempre había querido. Podía estar flaca.
Seguí haciendo deporte, pero empecé a buscar las calorías de todo lo que comía y a hacer cálculos. Ni siquiera sabía qué eran las calorías, qué debía comer o cuánto. Recuerdo que lo primero que hice fue desayunar solo fruta y UNA galleta, ya que no quería prescindir de ellas porque me encantaban. Después comía normal en el almuerzo, hasta que empecé a no comer frituras, carbohidratos, comidas más grasientas… Por último, cenaba un huevo duro casi siempre o puré, hasta solo cenar verduras.
Yo me sentía bien. Es verdad que me movía poco, por lo que mi gasto energético era bajo… pero el nivel de comida que ingería estaba muy por debajo de lo que necesitaba. Y eso lo sé ahora, casi tres años después.
Salimos de nuevo a la calle, en mayo de 2020, después de 3 meses… y mi alimentación siguió el mismo patrón. Había perdido unos 4 kilos en ese tiempo, por lo que mis vecinos y amigos cercanos se dieron cuenta. Su respuesta ya sabemos cuál fue: «¡Uy, qué guapa estás, qué delgadita te has quedado!». Eso era música para mis oídos. Eso alimentaba el desastre y al monstruo en que me iba convertir.
Durante ese verano de 2020 comía más saludable que antes, sin restricciones pero con limitaciones. Lo único bueno, aunque extraño, era que no pensaba en comida ni pasaba hambre. Después de eso no sé qué ocurrió…
Empecé en septiembre bachillerato en un instituto nuevo. Era como un doble grado, bachillerato LOMCE e INTERNACIONAL. Y en este momento todo se me fue de las manos. Ahora, un año y medio después, me doy cuenta de todo lo que estaba pasando. Todo por lo que me estaba haciendo pasar.
Mis desayunos eran dos rebanadas PEQUEÑAS de pan integral con 1 loncha de jamón York (porque dos era pasarse) y lechuga. Con eso debía aguantar 7 clases hasta llegar a casa a las 16:00 y comer. Sin pan, patata, arroz o pasta. Solo verdura y filete de pollo o pescado blanco. Solo creía que debía comer verdura. Cualquier otra cosa era” mala”.
Así pasé casi 3 meses, hasta que mi madre me dijo que deberíamos ir a un nutricionista.
Yo acepté, ya que no lo veía como a un médico sino como a alguien que me daría «inspiración» para las comidas. Sin embargo, cuando llegué, en la primera consulta la especialista notó que algo no iba bien. Fui 3 veces cada 15 días y, en la última, le dijo a mi madre (algo que ella me contaría casi un año después) que podría diagnosticarme con Anorexia Nerviosa.
Y así era. Había perdido desde la pandemia 14 kilos, más o menos. Estaba en unos 51/50kg (algo insostenible para mi complexión física). Era noviembre de 2020 ya y, de repente, me vi en una sala de quirófano en una operación por una arritmia. Era una patología que sabía que tenía desde ese verano, y cuya recomendación médica era reducir el ejercicio físico de alta intensidad por precaución… Algo que no hice.
Entrené hasta el último día antes de la operación y, una semana después de ella, volví a entrenar. Ahora veo que me estaba jugando mi vida realmente.
Después de esto llegaron las navidades. Una época difícil para quienes tienen mala relación con la comida. Sinceramente no las recuerdo, estaba demasiado cansada. Un día, volviendo a casa, casi me caigo en mitad de la calle porque mis piernas empezaron a temblar y no podía sostenerme. Otro día, el último de clase, estaba escuchando a mi profesor de historia cuando, de repente, perdí la visión. Era como si me hubieran puesto una tela blanca en los ojos, pero a los dos minutos se pasó… La última vez que tuve la regla fue el día 31. Yo no entendía nada de esto. No le daba importancia.
El peor de los problemas hasta entonces llegó en enero. Durante una comida mi madre me preguntó si me encontraba bien, porque no hablaba . Recuerdo mirar al frente, a la nada y decir “no sé, no me pasa nada, NO SIENTO NADA”. Estaba vacía. Aan así, me agradezco a mí misma haber respondido con un sí a la pregunta de mi madre: “¿quieres que busquemos ayuda?
Nunca podré darle las gracias de la forma en que se merece. Por haberme apoyado todo el rato. Por haberme escuchado y haberse preocupado cuando estuve a punto de desaparecer. Si no hubiera buscado ayuda, en mi caso, no creo que hubiera salido adelante en ese momento.
Empecé a ir a una psicóloga durante unos meses esa primavera, pero solo se centraba en las notas académicas. Todos los males los relacionaba con ser muy exigente y querer destacar con dieces… pero esa era solo la punta del «famoso» iceberg. Por debajo estaba en ruinas.
Me había borrado del mapa. Se me había olvidado quién era.
Recordaba mi nombre, pero eso de qué sirve si tu cabeza está apagada. Y así estaba yo, apagada. No era tristeza, enfado o malestar… era simplemente nada. La nada más grande y profunda que he sentido nunca. Había caído en una depresión de la que no logré realmente salir hasta octubre de 2021 (desde enero de 2021).
Al pensarlo se me eriza la piel, pues me rompe por dentro haber llegado a ese punto cuando todo lo que quería era “ser saludable”. Me estaba matando. Y así podría haber sido si no hubiera llegado el verano. Estuve un mes en Inglaterra, ya que tengo una familiar vive allí, y tuve que cambiar mi modo de vida. No dejé de hacer ejercicio y me alimenté de manzanas rojas y sopa con brócoli o guisantes, es decir, de agua. Por ello incluso adelgacé un kilo ese mes, lo que provocó que a mi vuelta no tuviera ganas de nada.
No salía con mis amigos, no me relacionaba… era como vivir en una cárcel. Mi cárcel mental, dónde solo tenía que hacer ejercicio y andar para moverme.
A finales de agosto me fui de vacaciones con mis padres y mi hermana, y puedo decir que experimenté lo llaman HAMBRE EXTREMA. Solo tenía hambre, todo el rato… Hasta que llegó el momento clave durante todo este proceso. El punto de inflexión de mi historia. De repente, en mitad de una noche, me desperté pensando en comida. Me dolía la tripa y veía sándwiches por todas partes. Parece una alucinación, pero fue tal como lo narro. En ese momento me dije que era el principio del fin: o me recuperaba o moriría.
Para mí ahí comenzó mi recuperación. Pero claro, al hacerlo todo por mi cuenta y sin contárselo a nadie… ha sido duro. He llorado mucho. He estado mal muchos días. Pero un año después, tras mil momentos desagradables, puedo decir que estoy más comprometida que nunca a recuperarme, por el simple motivo de que no voy a dejar que esto se lleve más momentos de mi vida. No quiero cancelar más planes. No quiero estar de mal humor en los viajes o planes que haga. No quiero no tener fuerzas para disfrutar de todo lo que haga. No quiero que esto se sigua llevando mi vida por delante.
Debo admitir que es complicada esta parte, porque una vez que lo ”aceptas” llegan incontables molestias físicas porque tu cuerpo, TU ESTÓMAGO están hechos polvo. Ahora tienen que aprender de nuevo a hacer la digestión, a procesar la comida… A aprender a comer. Esto hace que dudes mil veces de si merece la pena seguir adelante. Pero creo que, aunque me duela la tripa, tenga sudores, me hinche…. Todo esto lo hago por mí.
Algún día, pronto, esto pasará. Supongo. Pero hasta entonces habré vivido, y no sobrevivido. Elijo vivir.
María
vivir, vivir, vivir, vivir, vivir…