Testimonio TCA: Pasado y presente

Testimonio que muestra lo positivo de haber sufrido un Trastorno de la Conducta Alimentaria y recuperarse. Pasado y presente que forman un nuevo "yo"...

Como cada testimonio que compartimos, este también ayudará a conocer más sobre lo que conlleva sufrir un Trastornos de la Conducta Alimentaria. Pero en el testimonio de Esther, encontramos mucho más. Nos muestra su pasado y su presente, dejándonos ser testigos de su proceso de recuperación. Cuesta trabajo, hay que luchar… Pero merecerá la pena por el camino que recorrerás, que te llevará a formar un nuevo «yo», como el que ella construye día tras día y del cual se siente orgullosa.

Pasado y presente


He dado muchas vueltas a este texto antes de mandarlo. Cada uno de los días de nuestra vida podrían ser un capítulo completo de un libro. Con este testimonio pretendo contaros mi historia desde que recuerdo hasta el día de hoy.

Una historia que, como supongo que la de todxs nosotrxs, está construida por pequeños pasos que han ido marcando mi camino hasta el presente. Por eso que voy a intentar contároslo de la mejor manera que sé, que es dejándome llevar. 

En realidad, no podría deciros exactamente en qué momento empezó todo. Ni cuándo fui consciente por primera vez de que mi relación conmigo misma estuvo a punto de acabar con mi vida. Solo sé que tuvo que pasar, porque gracias a los aprendizajes y la fortaleza que he construido y construyo día tras día puedo decir firmemente que estoy orgullosa de lo que soy hoy. 

Os cuento: 

Pasé toda mi adolescencia recurriendo a la comida como vía de escape y afrontamiento a cada problema… Insulto en el instituto, emoción reprimida, palabra guardada, pensamiento sin compartir o mentira, todo se  traducía en  un atracón en algún momento del día.

A mis 17 años llegué a engordar mucho más de lo que había engordado nunca. La báscula de la farmacia me reconocía con 86kg de peso y 1,59 de estatura. Además de sobrepeso, yo sentía 300kg de más sobre mi cabeza. Fue entonces como poco a poco todo mi mundo se redujo a las cifras de los números que median mi IMC. 

Cuando cumplí los 18 años, mi vida dio un giro. Las cosas en casa no estaban bien, los atracones de comida eran cada vez más recurrentes, también lo era mi mal humor y con ello las autolesiones y algún que otro vomito… Sentía haber perdido la cordura y toda la confianza de mis padres y en mi misma. Eso me hacía sentir en constante deuda con todo lo que me rodeaba. Mi vida se resumía en faltas en el instituto, chicos, tabaco, calle, malas relaciones, broncas en casa, mentiras y ninguna motivación por estudiar.

La situación se hizo insostenible, ya no podía seguir así. ¡Todo tenía que cambiar cuanto antes! 


Después de mi 18 cumpleaños, pasé un año sin estudiar. Conocí al que fue mi pareja durante los siguientes cuatro años de mi vida y de repente sentí un vértigo tremendo pensando en mí futuro. A partir de ese momento algo hizo clic en mi cabeza. Comencé a moldear a una nueva Esther, mi motivación por las cosas había regresado. Cambié las faltas en el instituto por los libros de derecho. El tabaco y los chicos pasaron a la historia, además pasaba más tiempo que nunca en casa con mis padres, ¿maravilloso verdad?

¡Me estaba convirtiendo en una nueva versión de mi misma! Más amable, más responsable… Modélica a ojos de todo aquel que me rodeaba, siendo fiel al concepto de niña buena con el que de pequeña se me había etiquetado de manera natural. Había vuelto la Esther de siempre, la dócil.


Ante este cambio mi familia estaba encantada y por fin mi padre estaba lleno de orgullo. No podía pedir más, yo, sin embargo, por más que me miraba al espejo seguía viendo la misma Esther que hace unos años. Un desastre que no merecía ninguno de los halagos qué recibía, con todo el sufrimiento que les había causado en los últimos años… y ellos seguían a mi lado incondicionalmente, les debía como mínimo mi perfección.

Pero necesitaba algo más, un cambio más para que todo el mundo siguiese felicitando mis logros, y enseguida entendí qué era lo que debía cambiar. Lo supe cuando vi esa foto que me hice en mi último viaje, en la que llevaba aquel vestido negro precioso con el que me venía tan bien… Pero en esa foto, no me reconocí, en mi cabeza resonaron las burlas, los desplantes y todas las ocasiones en las que había escuchado la palabra GORDA para referirse a mi…

Me di cuenta de que ese maldito vestido en realidad marcaba toda mi enorme silueta y enseñaba mis grandes muslos y mis brazos. Me había convertido en una Esther modélica, si, modélica pero gorda. Adelgazar era lo único que necesitaba para alcanzar la perfección, un cuerpo bonito… Seguro que todo el mundo a mi alrededor pensaba lo mismo y yo debía darles una razón mas para que estuviesen orgullosos de mí. Pensé que de ese modo yo también me sentiría mejor …


Así comenzó mi estricta dieta y mi rutina de ejercicios incansables. La realidad es que la dieta y el ejercicio me aburrían soberanamente, pero en el fondo merecerían la pena. El sufrimiento para mí se transformaba en recompensa después y eso me bastaba. Lo mismo ocurría con la carrera de Derecho, la detestaba, pero joder, qué buen futuro me esperaba, ¡sacaba unas notas excelentes! Con mi novio mis sensaciones no eran muy diferentes, al principio no estaba convencida de querer estar con él, pero con el tiempo me acostumbre. Además él me quería y eso me ayudaba a estar más centrada.

Así cada semana veía los resultados en la báscula, los números me regalaban una alegría cada vez que me subía en ella. Lo celebraba con mi familia y con mi novio, todo era maravilloso. Era un diez en la universidad, un diez como hija y un diez como novia. Además ahora también lo era mi peso y mi imc, nada podría ir mejor.

Con el tiempo, los dieces me sabían a poco. Cada vez me hacía menos ilusión estar con mi pareja, al igual que mis kilos, sentía que no adelgazaba lo suficiente, tenía que esforzarme más. No podía permitirme relajarme y volver a la locura de vida que llevaba antes, ni al mismo peso. No quería fallar a mi novio, a mis padres, ni a mi misma. Tenía que continuar alcanzando la perfección y con esa admirable fuerza de voluntad. No podía acomodarme, quería por encima de todo mantener a esa nueva Esther por siempre…

Cuando quise darme cuenta de lo que todo esto me estaba dañando, habían pasado dos años. Mi báscula ahora ya no marcaba 86 kg de peso, ahora eran 34 kg, y el peso que cargaba mi mente. Sin embargo, era cada vez mayor a medida que mi cuerpo adelgaza. Cambié los libros de derecho por las visitas al psicólogo-psiquiatra. La rutina de ejercicios por la medicación y mis tardes en casa por ingreso en el hospital. Se acabo el orgullo que sentían los demás hacia mí, sentía que había vuelto a fallarles, se acabó todo, nada tenía sentido, solo deseaba desaparecer. 

Pasé varios meses ingresada en una unidad de cuidados intensivos de trastornos de conducta alimentaria, que se resumieron en vigilancia, aislamiento familiar y social. Encierro, comidas, terapias, reposo y pastillas… Afortunadamente eso salvó mi vida. Pude volver a subir las escaleras, a volver a caminar con normalidad… Además, comprendí lo mucho que quería a cada uno de los miembros de mi familia. También me di cuenta de que no estaba enamorada, así que deje a mi pareja.

Poco a poco todo iba a mejor, con los kilos subían mis ánimos y físicamente mi recuperación era evidente. Fue así como después de 13kg me mandaron a casa, con pequeños seguimientos, claro. Pero todos me decían que me veían recuperada totalmente y mi entorno volvía a celebrar conmigo cada subida de peso. Volvían a estar orgullosos de mí. 

La inseguridad era mi compañera favorita en esos momentos. Me seguía alimentando con las felicitaciones y halagos de todo el mundo. Pero con el tiempo, al igual que me pasó cuando comencé a adelgazar, me obsesione con engordar y contentar. Cada kilo subido era una celebración, así que instaure en mi vida una nueva manera de comer y de comportarme con la que todo el mundo estaba orgulloso. Esa nueva rutina me había salvado la vida y constantemente me felicitaban por mi afán de superación.

En mi mente la realidad era algo distinta. No comía solo con el fin de nutrir mi cuerpo, sino que únicamente lo hacía a cambio de felicitaciones. Reconocimientos que me llenaban el alma, con o sin hambre, saciada o no, eso daba igual. Yo daba igual, siempre y cuando mi entorno me reconociese, la verdad es que no sabia vivir sin su aprobación. 

Comencé a rebasar los límites de muchas cosas. Mi adicción a la comida volvió a aparecer, así como al tabaco y a las emociones fuertes. No tenía amigos, todos se fueron con el tiempo, no tenia a nadie más a mi lado solo mi familia. 

Sentía que no podía sobrevivir sin control, ni aprobación externa. Al igual que me había ocurrido toda la vida. Sobretodo en aquel ingreso, las enfermeras deban su aprobación a  todo lo que hacía, y ahora no sabía vivir de otra manera. Necesitaba que alguien me diese su consentimiento y me observarse de cerca constantemente para no descontrolarme. No podía fiarme de mi misma, solo así me sentía segura de que estaba haciendo las cosas bien. 

Sentía no tener el control sobre mi, en ningún aspecto de mi vida. Necesitaba el dominio de alguien externo y lo busqué. Lo encontré en varias ocasiones con personas fugaces que terminaron rompiendo mi autoestima y abandonándome cuando ya no podían aprovecharse más de mí sumisión. Así pasé años, sin encontrarme. 

Después de mucho dolor comencé a hacerme preguntas que jamás me había hecho antes, ¿Qué quería hacer? ¿Qué me apetecía? ¿Con quién?


Fue entonces cuando comencé a tomar pequeñas decisiones. Estaba cansada de respetar las decisiones de los demás, menos la mía, y tras mucho pensarlo decidí a dar el primer paso hacia la luz. Tras debates y largas charlas en casa y contra todo pronóstico, comencé a estudiar Integración Social. Así fue como cambió mi perspectiva sobre las cosas, sobre mi misma. Comencé a estar en paz y tras muchas dudas conocí al amor de mi vida, Alberto, todo ello, sin buscarlo. 

Hace año y medio comencé a trabajar en el lugar en el que me encuentro actualmente. Paso muchas horas fuera de casa y el estrés hay veces que puede conmigo… Durante mi primer año en el trabajo seguí yendo a revisiones rutinarias psicólogo-psiquiatra en las que mi peso pasó a segundo plano, o al menos eso creía yo.

Al igual que os he contado mi pasado, también lo haré con mi último bache. Con esto quiero que quienes me leáis sepáis que no estoy avergonzada por caer, y es que cada vez que caigo me levanto con más fuerza.


El bache más reciente comenzó en una de las consultas rutinarias, hace apenas un año. Era Martes, aquel día tenia cita con mi psiquiatra de referencia. Después de unos meses de autoobservación y atención, estaba decidida a abrirme con él. Le confesé que no me sentía bien, que no conseguía superar algunas cosas, que la comida me seguía controlando de algún modo y que nunca había dejado de ser así… Él, sorprendido, quizá para quitarle hierro al asunto, me peso. Se sentó frente a mi sin decirme nada (como era lo habitual) y me insinuó que quizá estaría mejor con algo menos de peso. Entre otras cosas, que estaba bastante por encima de mi peso ideal…

Salí de aquella consulta bloqueada y rota, la culpa por no hacer las cosas bien se adueñaba de nuevo de mi.


Tras unos días de reflexión y con ayuda de mi hermana busqué por redes sociales, Internet… Hasta que di con la clínica Aleris en la que tuve los primeros contactos con la que a día de hoy sigue siendo mi maravillosa psicóloga, Vicky

A las pocas semanas de aquel intento de encontrar ayuda y acompañamiento del que hasta entonces había sido mi psiquiatra, volví a su consulta. Iba muy segura de mi misma después de mucha reflexión. Entonces, le comenté de nuevo mi preocupación y desesperación por mi relación con la comida, no entendía cómo funcionaba mi medicación y me encontraba muerta de cansancio de darle tantas vueltas en mi cabeza. Ante eso, él, me volvió a pesar y después de algún que otro titubeo, se decidió a decirme LA CIFRA. Una cifra que llevaba meses sin querer conocer,  una cifra con la que me he obsesionado tantas veces… Sin decirme nada hizo pasar a mi madre a la consulta. A pesar de mis 27 añazos, delante de ella me confesó que había vuelto a rebasar el denominado imc normal, si, tenía sobrepeso.

Sentí como el mundo se me echaba sobre mis hombros. Me sentí pequeña, vulnerable, era la primera vez que pedía ayuda abiertamente y ante eso, la solución que se me ofrecía era adelgazar de nuevo . Me dijo que no podía seguir engordando más y me indicó unas pautas de alimentación. Sentí que aunque no fuesen sus intenciones, esas palabras dieron la vuelta de nuevo a todo mi mundo. Volví a sentirme tan despreciable como cuando mire aquella foto con el vestido negro… Tenía rabia hacía mi misma y mucha, pero también hacía él… ¿me estaba juzgado?¡Joder! No había tenido ningún tacto conmigo, se centro en le mi peso, ¿pero y mis sentimientos? Salí de aquella consulta sin querer volver a verlo nunca más, y eso hice, no volver. 

Tras esto, tomé una decisión muy importante para mí. Una decisión de amor propio, de autocuidado, que a día de hoy me está cambiando la vida.


Continúe mi terapia en Aleris con acompañamiento psicólogo y de nutrición. Gracias a esa decisión y a mi voluntad por reponerme, encontré verdaderas profesionales y bellísimas personas que acompañan cada uno de mis pasos (Vx2). Gracias a ellas y a mi amor propio estoy descubriéndome a mi misma a pequeños pasos. Me acompañan de la mano en esta insidiosa lucha, sin juicios, sin dolor y sin presión. 

Así he sobrevivido hasta hoy, este es mi pasado y mi presente. Un circulo infinitamente imperfecto, con variaciones anímicas así como con variaciones de peso. Mi vida no es perfecta, yo no soy perfecta y me encanta. 

Considero que los TCAs son como una sombra que nos acompaña mientras hacemos todo lo posible para que pase desapercibida, ante tus ojos y ante los de los demás.

Pedir ayuda es la mejor manera de vencer esa sombra.

Construye(te) tu camino y nunca dejes de luchar. 

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