Muchas de las personas que padecen Trastorno de la Conducta Alimentaria afirman que todo comenzó con una dieta. La peligrosidad de las dietas está latente pero sin embargo seguimos viviendo en una reafirmada cultura de dieta. En este artículo Paola Sabogal nos habla sobre el silenciamiento del cuerpo con una perspectiva enfocada en las dietas, los cuerpos dóciles y los TCA.
El silenciamiento del cuerpo:
Entre dietas, cuerpos dóciles y trastornos de alimentación
Como en todo régimen de disciplinamiento, la dieta nos impone un riguroso silenciamiento del cuerpo. Tal y como se hace necesario que el soldado en el campo de batalla apague sus emociones, que el preso soporte el encierro y que nos volvamos esclavos de un sistema de desgaste en producción y trabajo, la dieta impone el borrado de lo corporal, que reprime los deseos, el placer, las emociones y, hasta la más esencial sensación de hambre.
La docilización de los cuerpos:
Pese a la inmensa diversidad de dietas que surge cada día y la profunda contradicción que se percibe entre las pautas que cada una impone, las dietas comparten un territorio común: dictan precisas reglas sobre lo que debemos hacer con nuestro cuerpo; desde cómo tratarlo, qué, cómo, cuándo y cuánta comida darle, hasta cuánto tiempo ponerlo activo y cómo moverlo. A partir de ello, la dieta se convierte en un manual de conducta inaplazable que, “en remoto”, administra nuestros cuerpos ante la inminente amenaza de encontrarnos socialmente anormales, excesivos, deficitarios o inmorales.
“Contando” comida:
Si hay algo que preocupa de esta consensuada devoción a la “norma” impuesta por la dieta, es el lugar que le damos a la alimentación. Despojada de todo sentido humano, la comida termina por convertirse en un algoritmo de decisiones racionales “útiles” al moldeado corporal. Desde aquí, la alimentación puede fácilmente reducirse a un número (p. ej: calorías, macros, puntos, porciones, piezas o cantidades), que remite a otro número (p. ej: kilogramos, grasa, talla, volumen) que, en últimas, dictamina cómo debe ser nuestro cuerpo.
La dieta impone la hegemonía del “conteo” que nos colapsa la vida en medio de una agobiante aritmética de sumas y restas. ¿Dónde se ubican en este juego de reglas las cenas con amigos, los manjares de la abuela o el pastel de cumpleaños? Tal vez – en nuestra incuestionada devoción – no podamos más que reducir nuestras intensas sensaciones de placer, emocionalidad y sentido de conexión a la culpa que encierra la “trampa” del “cheat meal” o el estigma puesto sobre la más humana conducta de comer “emocional”.
Como si no fuera suficiente, hoy en día lidiamos con múltiples tendencias salutistas que prometen la salud perfecta y la vida más plena en un plato de comida; exponiéndonos al agobio constante de sentirnos “envenenados” en cada bocado.
De este modo, la alimentación – el espacio nutricio primordial – que evoca sensaciones de placer, emoción y conexión con otros, es desplazado por el cálculo anticipado de una aritmética que sólo busca “organizar” consumos y gastos para garantizar un déficit que permita lidiar con cualquier caloría “imprevista”.
La hegemonía de la dieta:
Parece sensato pensar que no nos entregaríamos fácilmente a la dieta. Si tuviéramos la oportunidad de considerar de antemano el sufrimiento que impone, la libertad que nos quita y el bienestar del que nos aleja, nuestro humano deseo de libertad – y, por supuesto de supervivencia – nos impedirían adoptarla.
¿Qué la hace entonces tan seductora y omnipresente?
Sin duda el primer paso es una norma social que, a través de imponer un silenciamiento del cuerpo permite anestesiar el hambre, el dolor, la ira y la tristeza de sentirnos “domados”. El cuerpo como lenguaje primordial de placer, satisfacción, deseos, goce y emoción, precisa ser acallado para soportar la tortura. Ante esto, se nos revela un ascetismo que reconoce la pureza en la restricción; una estrategia antigua a través de la cual, a lo largo de la historia, nos han sido impuestos los más variados ideales religiosos, políticos, médicos y morales, contrarios a nuestra propia naturaleza. Como propone Zusman:
“Silenciar el propio cuerpo es una tarea bastante difícil, aunque también posible (…) pese a la dificultad que ésta entraña, el sujeto, al crecer, suele aprender a desligar su cuerpo de su discurso privado a medida que aprende a competir en las sociedades modernas dentro de un discurso público muy lejano al privado”
Zusman (1999)
En nuestra era de tecnología y redes, esta pureza se inscribe como un juicio moral que nos posiciona superiores; convirtiéndonos en un ejemplo de “juicio”, “moderación” y “autorrealización” que nos sitúa en el ojo de los halagos, en medio de la admiración que reproduce una espiral social que glorifica el “autocontrol” como la prueba de que somos dignos de existencia alguna.
De este modo, nuestra vida se colapsa en las inagotables horas que gastamos buscando estrategias para silenciar el hambre, evitar comer o anticipar cualquier bocado para no salir del “régimen”.
En este estado en que nuestras horas ya no nos pertenecen, nuestro valor pasa a medirse en declaraciones que ya se nos han hecho mantras: “no pain, no gain” (“sin dolor no hay ganancia”), “la mente es más fuerte que el cuerpo”, “sólo se trata de voluntad”; todas suponen la negación del deseo, el placer, el goce, el compartir y el encuentro con el otro que se tejen alrededor de la sensibilidad corporal.
El cuerpo “silenciado”:
Así entonces, el cuerpo se convierte en terreno de lo “no decible”, aquel lugar de potencia infinita que debe ser silenciado para mantener el orden moral, para administrar formas, para domar las masas y para eludir su tendencia a la emancipación; porque, en últimas, es el cuerpo el lugar que nos conecta con la vida misma, con la existencia, con la posibilidad de ser libres. Esa sustancia indomable que redunda en nuestra materialidad corporal se nos revela en el hambre, en el dolor, en el cansancio, en el desgaste, en la lesión, en el llanto, en el abrazo, en la idealización de la comida y hasta en el atracón que, como un grito de potencia, vence nuestro control mental y se entrega a la vida misma, a la supervivencia, al goce de contradecir la contención que nos acerca a la muerte.
Al final, es ante esta imperfección de la dieta – que no logra despojarnos del todo del impulso vital – que el deseo, el placer y la emoción que residen en nuestro cuerpo encuentran vías de escape y, cada tanto, se asientan como lugar de resistencia.
En últimas, es tal la potencia corporal, que nos demanda inagotables horas de angustia el formular estrategias para controlar, calcular y anticipar; siendo paradójicamente, este sufrimiento mismo que produce la dieta el que nos lleva a abandonarla, a desistir, a querer vivir. Como propone Butler (1997), el poder es siempre imperfecto y, es en sus fisuras, que encontramos algún espacio para la propia liberación.
Caminando hacia la recuperación:
En virtud del silenciamiento de la potencia corporal, el cuerpo se torna en un espacio de disputa política en que el “autocontrol” delinea la sumisión al poder que nos convierte en cuerpos dóciles. Como sentencia Naomi Wolf:
“La dieta es el sedante político más potente en la historia de la mujer, una población calladamente loca es una población dócil”.
Naomi Wolf (2002)
(Incluyo la cita textual de la autora, pese a que no considero que la dieta sea sólo un sedante político específico de la mujer, si no que se expande a todo tipo de personas). Desde aquí, el desarrollo de nuestros propósitos de vida y nuestro potencial se desvanecen en el necesario cálculo, el conteo, la estrategia anticipada y la angustia propia del hambre; que hacen de nuestro cuerpo el primer espacio de sumisión, pero también, el lugar privilegiado de resistencia.
Tal vez un paso central para nuestra recuperación sea volver a conectarnos con la potencia corporal: con el hambre, el vacío, la angustia, el dolor, la alegría, el sostén, la vulnerabilidad y las emociones que transitan por nuestros cuerpos. Tal vez sea en ese liberar el cuerpo que podamos valernos de las fisuras de un régimen imperfecto para recuperar nuestra vida y, más que nada, reclamar nuestra recuperación como un espacio de resistencia que enmarca la retoma de nuestra soberanía corporal.
Bibliografía del artículo El silenciamiento del cuerpo:
Zusman, L. (1999). La depresión y los trastornos de la alimentación en la mujer. Revista de Psicología de la PUCP, XVII(1), 105-128.
Wolf, N. (2002). The Beauty Myth. How images of beauty are used against women. New York, United States: HarperCollins Publishers Inc.
Butler, J. (1997). Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujeción. Ediciones Cátedra. Universitat de Valencia.