Hoy 17 de mayo, Día Internacional contra la Homofobia, la Transfobia y la Bifobia nos gustaría volver a compartir este testimonio de Mayo, un chico trans y bisexual, sobre su vivencia particular de los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA), y sobre cómo la transfobia ha influido en su desarrollo de relaciones tormentosas con el cuerpo y la comida.
Para concienciar sobre este importante día emitimos un directo:
Este día conmemora la fecha en que la homosexualidad fue eliminada de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) en 1990. Queremos recordar también que la transexualidad ha sido considerada una enfermedad mental hasta 2018, es decir, hasta hace tan sólo 3 años. No obstante, a día de hoy ser parte del colectivo LGTB sigue estando penado y perseguido legalmente en multitud de países.
Reivindicamos hoy la necesidad de visibilizar toda forma de opresión contra el colectivo LGTB, y de aportar todas nuestro granito de arena para hacer de nuestra sociedad un espacio más inclusivo. Además, insistimos en el hecho de que sufrir LGTBfobia puede jugar un papel fundamental en el desarrollo de TCA y de problemas graves de autoestima y autoimagen.
Creemos que entre todas podemos contribuir a construir un mundo más justo y libre, que abrace y promueva la diversidad. Para ello, es preciso tener claro que la LGTBfobia no descansa: todos los días son 17 de mayo.
¡Nos queremos libres y orgullosas!
Las personas trans somos especialmente vulnerables a los TCA porque modificar nuestro cuerpo se torna una cuestión de supervivencia. La disforia de género es una reacción ante una sociedad binarista que sólo reconoce y acepta formas muy limitadas (y opuestas) de vivir y encarnar el género. Es el resultado de un mundo que no te reconoce y que niega o cuestiona tu identidad con cada oportunidad que se le presenta.
Mayo
Una perspectiva trans de los TCA
No sé cuándo empezó todo. Conforme más retrocedo en el tiempo buscando el momento en que este monstruo empezó a gestarse más siento que, en cierto modo, siempre me acompañó de manera más o menos evidente. Hace tan sólo unos meses que fui capaz de ponerle nombre. De darme el permiso a reconocer que mi sufrimiento era válido, que existía, que merecía recuperarme.
He desistido en la tarea de encontrar cuál fue la causa primera y singular de mi TCA. Porque he llegado a la conclusión de que no existe una única causa. Pero en mi testimonio me gustaría centrarme en el que considero uno de sus principales detonantes: la transfobia, los ideales de cuerpo cisnormativos y, en general, mi proceso de transición de género. Resumiré algunos capítulos importantes de mi vida para ilustrar mejor todo esto.
Mi infancia y mi juventud estuvieron marcadas, como las de tantos otros, por una elevada autoexigencia. Mis condiciones materiales siempre han sido buenas (doy gracias por ello). Pero, por contrapartida, he contado con un frágil colchón emocional y un espacio precario para la confianza y la validación. A día de hoy soy consciente de que todos lo hicieron lo mejor que supieron. Pero, precisamente por eso, reclamo la necesidad de que reflexionemos juntos en torno a aquellas cuestiones que, día a día, generan un gran sufrimiento innecesario y, sobre todo, evitable.
Aunque fueron muchos los estándares sociales que, probablemente, afectaron a mi personalidad y, aunque es seguro que ésta era más proclive que otras al perfeccionismo, me gustaría centrarme aquí en un detonante de TCA del que quizá se ha hablado menos hasta el momento, ya que sólo en la última década los discursos trans están abandonando la clandestinidad para invadir con fuerza el espacio público. Ese detonante es, como ya he mencionado arriba, la transfobia y la imposición de unos ideales estéticos en los que los cuerpos trans, sencillamente, no cabemos.
Tuve una infancia feliz y bastante normal. Afortunadamente mis padres me ofrecieron una educación muy libre y tolerante respecto a mi expresión de género. En general pude vestir y comportarme como genuinamente quería. Conforme fui creciendo, la presión sobre mi aspecto y mis intentos por suprimir mi masculinidad fueron cada vez más acusados. Al igual que mi malestar respecto a mi cuerpo y lo que se esperaba (y demandaba) de él.
Creo que siempre he sido una persona muy consciente de que vivimos rodeados de convenciones sociales que asumimos acríticamente. Seguramente por lo mucho que me violentaban. Esa consciencia, que en general evaluaría como positiva, facilitó a su vez que desarrollase desde muy temprano una desconfianza instintiva hacia lo preestablecido. Sin importar si se alineaba o no con mis deseos y valores. Esto, paulatinamente, fue provocándome una profunda división interna entre, por un lado, mi perfeccionismo ligado al deber ser y las ansias de encajar y, por otro, mi deseo intenso (y en la mayoría de las ocasiones irreflexivo) por rebelarme contra todo y reclamar mi lugar propio.
Los problemas reales llegaron con la adolescencia. En algún punto yo supe que no era una mujer. No viví la pubertad como un proceso traumático porque por aquel entonces comencé a desconectar de mi cuerpo y a disociar como mecanismo de defensa. Durante aquellos años comenzaron mis primeros tonteos con la comida y la restricción, aunque por suerte no llegaron a más. Con trece años me armé de valor para expresar mi disconformidad con el género que se me había asignado. Por aquel entonces apenas había información respecto a lo trans. Así que, después de acudir voluntariamente a terapia, terminé convencido de que simplemente se trataba de una crisis de la edad. Esto comprometió de manera definitiva la relación con mi imagen corporal, mi estética y mi autoestima. Sentía que no podía confiar en mí. No sabía quién era, así que me lancé a experimentar.
Experimentar, en este contexto, significa cambiar de identidad (valores, creencias, forma de vestir) como quien se prueba una camiseta. Este encadenamiento de identidades prefabricadas agravó mis episodios disociativos, desembocó en mis primeros contactos con la autolesión y distorsionó violetamente mi autopercepción. Por primera vez empecé a preocuparme de manera más seria por mi peso y por adelgazar. Hice mis primeras dietas (siendo menor de edad) y recuerdo la cantidad de comentarios positivos que recibí después de adelgazar.
Todo esto me condujo a la peor crisis de salud mental que he vivido hasta el momento –y espero que para siempre–. Podría resumir esa época con las palabras “dolor”, “desesperación”, “falta de sentido”.
Cuando salí del armario por segunda y última vez, mi salud empezó a mejorar lenta pero firmemente. A causa del tratamiento farmacológico que recibí durante los años previos había engordado más que nunca. Cuando mis niveles de sufrimiento me permitieron atender otras áreas de mi vida, sentí una ansiedad terrible y la necesidad urgente de modificar mi aspecto. Mi endocrino, el mismo día que me recetó las hormonas, me recomendó realizar entrenamientos de fuerza para “optimizar” los cambios físicos. Me apunté a un gimnasio cercano y durante los primeros meses me lo tomé con bastante calma. Pero pronto mi perfeccionismo contaminó por entero mi relación con el deporte y la alimentación.
Quería entrenar y comer como un fisioculturista. De hecho, entrené y comí como un fisioculturista durante dos años. Pero sin los conocimientos técnicos necesarios como para hacerlo de una forma que no fuese un total atentado contra mi salud y, para colmo y aquí está quizá el quid de la cuestión, esperando conseguir los mismos resultados que podría obtener un hombre cisgénero de los que vemos a diario por Instagram.
Antes de continuar con mi testimonio me gustaría apuntar un par de cosas sobre la transición de las personas trans que decidimos someternos a una terapia de reemplazo hormonal:
La transición es un momento inestable, eufórico pero también complejo por lo que conlleva tanto a nivel fisiológico como psicológico y social. Supone enfrentarse a una segunda pubertad con el inconveniente añadido de estar inmerso en una sociedad que por lo general, o bien te rechaza y agrede directamente, o bien no comprende tu proceso y lo cuestiona sin cesar. Todos estos cambios, sumados a la situación de a-normalidad social en que se te inserta, facilitan que termines sintiéndote como una alteridad absoluta, un extraterrestre en el mundo.
Aceptas depender de fármacos durante un tiempo más o menos largo de tu vida, asumes riesgos para tu salud que apenas han sido descritos o investigados, tienes altas probabilidades de terminar esterilizado, durante muchos meses vives en una especie de limbo en el que la gente no sabe cómo tratarte, “qué” eres, a qué baño vas… Como es fácil imaginar, en este contexto es extraño que no se produzcan conductas de hipervigilancia e intentos de control sobre un cuerpo que parece que tiene vida propia. Creo que la transición, incluso si no va de la mano de terapias hormonales, es un momento muy delicado en la vida de las personas trans. La falta de control real sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas se hace más evidente que nunca. Esta situación es el caldo de cultivo perfecto para desarrollar una relación tormentosa con la alimentación y el ejercicio físico.
Regresando a mi testimonio, poco a poco fui perdiendo el control. Comía cada vez menos y entrenaba más duro y frecuentemente. Llegado a un punto empecé a contar calorías, a pesar mi comida, a planificar exhaustivamente mis entrenamientos.
Todas las horas que pasaba despierto estaban dedicadas a encontrar la manera más eficaz de ingerir menos y moverme más. Mi ocio consistía en buscar recetas de postres fit que nunca era capaz de comer por miedo. Irme de vacaciones o salir con mis amigos se convirtió en un suplicio ante la imposibilidad de controlar con exactitud mi dieta.
La gente alababa mis cambios y mi fuerza de voluntad y, sin embargo, yo me sentía peor que nunca. No sabía cómo revertir esa situación y recuperar mi autonomía.
Lo probé todo: pastillas diuréticas, pastillas saciantes, cheat meals, ayuno intermitente. Cuando estalló la pandemia y nos confinaron, después de varios ataques de ansiedad por no poder ir al gimnasio, fui consciente por primera vez de que estaba enfermo. De que necesitaba ayuda. No recuerdo exactamente cómo, llegué al perfil de Victoria (@laabejitacuriosa) y, a raíz de ella, al de Raquel Lobatón, Miriam Sánchez y Tabitha Farrar. A pesar del terror que sentía me decidí a probar con su modelo de recuperación total. Nunca me he alegrado tanto de haber apostado por algo que se me presentaba como tan incierto. En solo unos pocos meses las mejoras que sentí, tanto a nivel mental como físico, fueron incontables.
Soy consciente de que me queda un largo recorrido por delante, uno duro y difícil, pero confío plenamente en que la recuperación total ES POSIBLE y creo en la necesidad de un abordaje político de los TCA.
Para cerrar este texto (pido disculpas por la longitud) quisiera exponer algunas reflexiones:
• La cultura de la dieta y sus ideales de belleza malograron durante muchos meses la experiencia de mi transición. Porque yo me convencí de que sólo había una forma válida de ser un hombre: estar musculado y definido, no tener curvas ni grasa. Estaba dispuesto a sacrificar hasta mi propia vida para adaptar mi cuerpo a esa imagen.
• Las personas trans somos especialmente vulnerables a los TCA porque modificar nuestro cuerpo se torna una cuestión de supervivencia. La disforia de género es una reacción ante una sociedad binarista que sólo reconoce y acepta formas muy limitadas (y opuestas) de vivir y encarnar el género. Es el resultado de un mundo que no te reconoce y que niega o cuestiona tu identidad con cada oportunidad que se le presenta. De este modo, para ser respetadas y poder vivir dignamente, muchas personas trans nos vemos arrastradas a cambiar nuestro cuerpo. Sea a través de hormonas, cirugías, cambios de indumentaria y peinado o a modificaciones intencionadas del peso corporal.
• Las personas no binarias se ven afectadas de manera particular, porque a elles se les exige una neutralidad que implica la supresión de cualquier carácter sexual asociado a un género concreto. La androginia parece reducirse a ser una persona blanca y tan delgada que no tiene ni curvas (feminizantes) ni musculatura (masculinizante).
• Esta invitación constante a ajustarnos a una idea rígida y cisnormativa de las categorías de “hombre” y “mujer”, de manera que nuestra existencia no incomode, es toda una bomba de relojería. Muchas personas trans, cuando tomamos consciencia de esta realidad, nos preguntamos hasta qué punto nuestras elecciones respecto a nuestra transición son libres y deseadas o si, por el contrario, son el único antídoto que se nos ofrece contra el sufrimiento que nos provoca una sociedad que nos recuerda incansablemente que estamos equivocados, que hay algo errado en nuestra forma de vivir. Esta situación nos coloca en un espacio de extrema vulnerabilidad.
• Es necesaria una crítica exhaustiva de la salud y sus ciencias desde los movimientos sociales. La salud es política, probablemente la esfera política por antonomasia, porque atraviesa cuerpo y mente. La alimentación tiene un papel central en nuestra cultura en general. Por lo que pienso que observar y cuestionar cómo comemos podría desvelarnos mucho sobre cómo funcionamos como sociedad. También sobre el tipo de relaciones de poder que establecemos entre nosotros. Me emociona comprobar cómo, cada vez, es más frecuente encontrar análisis decoloniales y antirracistas en la denuncia del pesocentrismo y el salutismo, y espero que poco a poco empiecen también a integrarse críticas a la cisheteronormatividad.
• Detrás del realfooding, del fitness, etc., descansa una ideología que nutre y reproduce el sistema neoliberal en que vivimos y, con él, cada una de las violencias que lo sustentan. Ese intento incansable de responsabilizarnos individualmente sobre nuestros problemas de salud –y de su sanación– es una manera eficiente de ocultar la naturaleza social de nuestro sufrimiento y de generar nuevas formas de self-care basadas en el consumo y el culto al Yo, además de generar importantes diferencias entre los que pueden permitirse ese tipo de vida y de alimentos y los que no. Todo esto, además de reportar enormes beneficios económicos a la industria de la belleza, consigue aislarnos cada vez más profundamente, dificultando que creemos redes de apoyo desde las que denunciar las injusticias que nos atraviesan.
• Luchar contra los TCA y la cultura de la dieta que los promueve debe ir de la mano con tratar de desmantelar todas estas estructuras. Para superar algún día estos estándares patológicos de normatividad corporal que nos condenan a tantos; al ostracismo, a la obsesividad o incluso a la muerte. Tenemos que sacar a relucir a qué intereses responden, bajo qué ideas y/o principios morales tienen sentido. Y eso significa luchar contra el racismo, el clasismo, el machismo, el capacitismo, la transfobia y todas las opresiones sobre las que se sostiene la sociedad tal y como la que conocemos.
¡Gracias Mayo por ayudar a dar visibilidad a los TCA y las personas trans que lo sufren!