Esta vez damos voz a Irene que con su testimonio nos descubre las diferentes razones por las que durante muchos años ha tenido una relación tormentosa con la comida. Razones que la llevaron a enfermar y pasar gran parte de su vida sufriendo TCA.
Su dura historia nos muestra cómo detrás de una mala relación con la comida se escondía miedo y sufrimiento. Gracias a que decidió dar un giro y no darle más espacio en su vida al TCA, ahora siente que está renaciendo.
Mi renacer
«A veces da miedo conocerte como eres, pero cuanto más lo haces, más consigues conocerte, y más consigues brillar»
Sí, mi recuperación empezó a raíz de poder conocerme, rebuscar en el interior, ver que estaba pasando, y entonces, con todo eso puesto en la mesa, decidir o no, seguir viviendo.
No me gustan muchas las etiquetas, no se exactamente en donde cuadrarse dentro de los TCA, anorexia nerviosa, bulimia, ortorexia… Creo que en función de la ocasión y del problema, salía el que más conviniera.
Creo que mi relación con la comida nunca ha sido sana. Desde muy pequeña empecé a tener problemas con intolerancias, alegrías y problemas digestivos, por lo que no me estaba permitido comer según que cosas. Por otro lado, recuerdo el desayuno de los sábados, como el momento perfecto para ser feliz mediante la comida, de comer y comer, sin ningún remordimiento.
Mi infancia no fue mala, siempre tuve el amor de mi madre y de mi hermana, pero tampoco fue buena, porque hubo muchas carencias.
Fui creciendo, y fui desarrollándome como mujer, pero esto no fue nada fácil. Desde los 13 años me etiquetaron como «Ojete» porque, según mis compañeros de clase, «era fea como el culo». No se si sería verdad o no, pero mi cabeza, se lo creyó completamente. Era rechazada por todo el mundo en el cole. El rechazo fue tal, que incluso cuando me tocaban, les entraba angustia, como si tuviera algún tipo de enfermedad contagiosa.
La soledad más horrorosa, empezó a aparecer en mi vida, y junto con ella de la mano, una máscara de felicidad y de cero problemas. Nadie de mi familia se imaginaba por lo que yo estaba pasando, claro, porque nunca se lo conté a nadie, y siempre veían esa máscara, que a veces se ensuciaba con «Irene tiene un carácter… Irene parece un monstruo.. Irene no hay quien la entienda».
Llegaron mis 18 y poco anhelados años. Quizá este año, fue uno de los más duros de mi vida, y que siempre he intentado hacer, como si no hubiera pasado, borrarlo de mi mente. Hice la selectividad en septiembre, y no conseguí hueco en la uni, además, mis padres se divorciaron, por lo que mi vida terminó por romperse del todo.
Poco a poco fui entrando en un pozo profundo, negro, sin luz, sin aire… Que iba asfixiandome más y más. Ver que nada en tu vida tenía sentido (o eso me parecía), me hizo acercarme a algo que siempre me había acompañado todo este tiempo, la comida. La comida lo era todo.
Empezaron así los atracones y los vómitos, las compensaciones y las obsesiones. A veces, cuesta explicar, el por qué se llega a esta situación. Una vez leí una paradoja que me hizo identificarme. De repente, empiezas a tener mucha sed, y sabes que si vas a la cocina, bebes agua y esa sed desaparece. Quizá la sensación del atracón es similar a la de la sed, y el agua, sea la comida. Sentía profunda paz, todos los problemas desaparecían, por otro lado me auto castigaba por ser como era, y además, quizá, estando «enferma», mi familia me seguiría haciendo caso.
Estos años siempre he pensado, ojalá hubiera una pastilla con la que se adquiriera todo y no hiciera falta comer nunca. Hasta ese estado de amor-odio he llegado a estar con la comida.
Mi familia se quedó completamente rota. Nunca había habido una figura paterna como tal, pero ahora, la materna, también desapareció. Con mi hermana la relación a sido como una noria, momentos buenos y de unión, y momentos malos y odio. He estado muchos años sin hablarles y sin tener relación con ellas, culpando las absolutamente de todas mis desgracias. Claro, es más fácil eso, que reconocer lo de uno mismo. Siempre ha faltado en mi casa una educación emocional, y en este momento tan difícil, fue cuando se hizo notar. Las empezamos a querer coger el timón del barco, ese era nuestro único objetivo, en lugar de remar las tres en la misma dirección.
Empecé la uni, y conocí, a las que hoy en día, considero una parte esencial de mí. No he tenido una relación ejemplar con ellas, ya que, sin yo quererlo, tenía un pequeño demonio en mi interior, que me llevaba por una vida de enfados, envidia, angustia y tristeza. Hoy se que sin ellas no habría sido nada igual, y que gracias a ellas, sacó la fortaleza muchas veces de seguir luchando. Puede que todos mis años de juventud los echara a perder y no disfrutara como una persona estándar lo hace, pero sé que ahora puedo disfrutar de ellas con más intensidad.
Acabé mi carrera, mi sueño, el ser profesora, pero hasta 7 años después, no llegaría mi tan ansiada meta, trabajar en un cole. Pasé por tres oposiciones, diferentes escuelas infantiles, y aún así no encontraba mi sitio, y como no, me culpabilizaba de todo, «Irene, quien va a querer tener a una bulimica como profesora, no vales para esto», me decía a mí misma. Era tan potente esa voz, que parecía su títere, y la Irene verdadera, estaba cada vez más y más muerta. Lo que pasa, que algo de mí, me decía que yo había nacido para ser maestra, porque en una clase soy feliz, puedo ser yo, y solo recibo amor sin pedir nada a cambio. Los niños sacan a mi niña interior de una manera sana, haciéndome ver, que está ahí, y que tengo que aceptarla.
Siempre he creído, que «algo» me pasaba. He ido a numerosos psicólogos (creo que 8) y a dos psiquiatras. Ya no se si no era el momento o no eran los profesionales adecuados, pero, creo que ayudaron al TCA ha hacerse más fuerte.
No solían creerme, «Irene, como vas a tener un TCA si no estás tan delgada, si te peinas, si te maquillas…» no empatizaban y no me daban la visibilidad de lo que me estaba pasando. La gran mayoría, ha coincidido siempre, que yo no tenía un TCA, porque el vomito me salía solo, que era más bien, algo disfuncional, una manera que tenía de somatizar mis problemas, pero que nada más. A si que nada, la parte de mi TCA tan contenta, ¡Le hacían la ola!, Y yo claro, cada vez más cegada y más a oscuras.
Pasé por una relación de pareja muy tóxica durante 8 años, hasta que por fin pude ver, que me perjudicaba. No dudo que no me quisiera, pero, no estábamos hechos el uno para el otro.
Al poco tiempo después, apareció la persona que me enseñó lo que significaba la palabra amor, y no me puedo sentir más afortunada en esto. Llegó para darme todo lo que me faltaba, incluso pensé que podría «curarme», sin embargo, no era consciente, que de ese pozo, solo podía salir yo, por muchas cuerdas que él me lanzara, era yo la que tenía que trepar por ellas.
Llegó la cuarentena, algo que nos hizo parar a todos, mirar nuestro mundo, mirar nuestro yo, nuestro interior, mirar nuestros miedos. Poco a poco, fui estando peor. Mi cabeza se llenó de obsesiones, rutinas muy cerradas, marcadas y de amargura. Tenía ganas de desaparecer del mundo, no podía aguantar más, mi vida no tenía sentido. Tenía problemas con mi familia, problemas con mi pareja, me sentía sola con mis amigas y estaba encerrada en una casa que no era la mía. No era la primera vez que los pensamientos autolíticos aparecían, pero si que era la primera vez, que les veía sentido a realizarlos. Yo no tenía hueco en este mundo.
En julio, llegué a pesar 38 kilos, estuve a punto de ser ingresada y con mi chico al borde de la ruptura, fue entonces cuando me sacudió el duro golpe de realidad. El TCA lo estaba consiguiendo, estaba haciendo que desapareciera de la vida.
Era hora de cambiar, llevaba 11 años prisionera en aquel pozo, tenía que agarrarme con todas mis fuerzas a esas cuerdas que la vida me lanzaba, porque sin darme cuenta, había dejado de vivir todo este tiempo. El TCA era quien mandaba en mí, quien me ordenaba las 24 horas, los 7 días de la semana, y lo que era peor, hacerme pensar, que yo, era un auténtico monstruo. Lo que más temía era la soledad, siendo inconsciente de que yo era la que la estaba atrayendo y la que me iba poco a poco excluyendo y apartando de la sociedad.
En julio empecé una nueva terapia, con una chica especialista en TCA, la que me recomendó realizar con la nutricionista también sesiones. A pesar de la cabezonería que me caracteriza, decidí hacerla caso, porque, quien sabe, igual esta vez sí funcionaba. Empecé a aprender a escuchar, a entenderme, y lo más importante, a entender el TCA.
No es fácil, creo que indagar en uno mismo, aprender a quererse y aprender a vivir, requiere de mucho esfuerzo. Entender lo que me estaba pasando, ponerle voz, fue lo que más me ayudó.
La comida, no llena los vacíos que tenemos, son vacíos que siempre van a estar, sólo hay que aceptarlos. La soledad no es un monstruo, sino una manera de disfrutar de ti contigo. Se puede conseguir afecto, cariño y atención sin estar «enferma». Yo sólo soy culpable de mis actos, no de los actos de los demás. Yo me merezco vivir y disfrutar de todo lo bueno que me pase.
Creo que todo en la vida se puede conseguir, pero para que ocurra, tienes que querer.
He podido aprender a conectar con el placer de comer, a disfrutar de las relaciones sociales, de aceptar las pequeñas imperfecciones que tiene la vida, a no culpabilizarme por absolutamente todo, y a perder un poco el control de las cosas. Aún recuerdo el momento en que volví a tomar un dulce, el momento en compartir con amigos una comida en un restaurante… Son momentos de segundas veces, que para mí son como las primeras, como si mi vida empezase en aquel julio del 2020.
Una vez que empiezas a ser consciente de todo lo que te pasa, puedes empezar a cambiar. Parar la mente es imposible, pero sí se puede cambiar de pensamientos y elegir cómo nos enfrentamos y cómo nos afectan las cosas.
A veces dudo de si la recuperación total llegará algún día, igual serán los miedos de mi TCA a desaparecer que me dicen «no eres capaz», mientras tanto, me aplaudo por todo lo que he conseguido y hasta donde he llegado.