Compartimos un testimonio muy especial ya que se trata de la historia de Mónica, ella es una de las personas que nos ayuda con la administración de nuestros grupos de apoyo. Su testimonio nos muestra la realidad de los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) al hacernos un recorrido por su historia; Comenzando por un detonante, la influencia de las páginas «Princesas Ana y Mia», pasando por la fase del tratamiento hasta lograr la recuperación del TCA.
TESTIMONIO TCA:
«La Cuesta es dura, pero si no la subes te ahogas. Sin embargo, arriba podrás gozar de un estupendo paisaje»
Empecé Bachiller, no sabía que quería estudiar, pero lo que si tenía claro es que quería una media brillante. La enorme presión que me puse me llevo a padecer ansiedad, una ansiedad un tanto incapacitante ya que somatizaba síntomas como fiebre, náuseas, debilidad… Estas manifestaciones hicieron que me tuviera que someter a chequeos médicos por lo que me ausente una temporada de las clases.
Cuando volví, aún sin recuperar, parecía haber perdido el sobrepeso que tenía y todos aclamaban lo bien que me sentaba mi nuevo aspecto. Esto de no ser la “gorda” de la clase me resultó tan atractivo que comencé a hacer que la poca comida que me entraba fuese lo menos calórica posible.
Obviamente, fui adelgazando más. Esto me dio una falsa seguridad. Me hizo creer que, a parte de estar más atractiva, tenía más éxito social en un entorno en el que siempre había sido algo introvertida.
Tanto refuerzo positivo hizo que me buscara estrategias para adelgazar aun más. “Menudo descubrimiento”, pensaba mientras caía en otra trampa: empecé a vomitar lo poco que comía.
Llegó el viaje de fin de curso. Yo estaba extasiada y con una euforia que hacían que sintiera que aquel era el mejor momento de mi vida. En el viaje yo mantenía mis hábitos trampa. Aquellos que yo ya consideraba que constituirían mi nueva forma de vida, pero el viaje tenía una sorpresa preparada para mí. Una de mis amigas se percató de los vómitos que me provocaba después de las comidas.
Afortunadamente, conocía este tipo de problemas y actuó de manera impecable: “O hablas con tus padres, o hablo yo”, me dijo entre lágrimas.
Meses después, interné en la que sería mi segunda casa durante muchos años: la unidad de trastornos alimentarios del hospital.
Allí, con un sentimiento de traición y una rebeldía desconocida por todos hasta entonces en mí, seguía convencida de que había descubierto una vida nueva. Que solo tendría que mantener unos hábitos forzados durante un tiempo para poder seguir con mi estilo de vida elegido.
Al fin y al cabo, como decía el lema de muchas comunidades pro-ana y pro-mia y que yo había hecho mío: “Nadie dijo que fuera fácil ser princesa”. Así que allí continué luchando contra todo y contra todos por “ser princesa”.
Tuve tantos altas e ingresos en el hospital que he perdido la cuenta. Entrando, incluso, en un par de ocasiones por la puerta grande: parada cardiaca. “Vas a ser la más delgada del cementerio” – me decían. No me dolía, ni me inmutaba.
Hice todas las trampas habidas y por haber, a veces colaban y me sentía triunfal. Ingenua de mí que no sabía que estaba firmando una sentencia que me iba a condenar a una vida absolutamente infeliz durante muchos años. Pues llegó un punto que la desnutrición se manifestó con fuertes periodos de depresión y con una ansiedad abismal.
Estaba delgada, muy delgada, más delgada aún que en aquella época del viaje que yo caracterizaba como la mejor de mi vida. Sin embargo, era absolutamente infeliz. No encontraba motivo alguno para seguir. Mis raíces habían crecido en la cama de dónde solo me levantaba para ir al baño y ducharme a duras penas. Mi gusto por arreglarme para disfrutar de esa maravillosa vida social se había esfumado por completo.
Varios intentos de suicidio, afortunadamente, por unos motivos u otros, se quedaron en eso, en intentos. No sin menospreciar el gran sufrimiento que esto les estaba produciendo a mis padres. Resultaba muy duro verles la cara después de haber intentado arrebatarte lo que ellos con tanto esfuerzo me habían regalado: la vida.
Tras muchos años de terapia, puedo decir que doy las gracias a todo aquello que en el momento de apogeo de la enfermedad me frustró. Todas aquellas artimañas que no pude llevar a cabo, y, sobre todo, doy las gracias a todos los que truncaron mis artimañas que son los mismos que aguantaron mi entonces, pésima amabilidad.
La verdad que la recuperación, aún recordándola desde cuando mi actitud ya era receptiva, para nada ha sido un camino de rosas. Ha sido un proceso muy duro y paulatino. He tenido que introducir muchos cambios duros de instaurar, pero que me han llevado al éxito que tanto anhelaba y tan erróneo camino estaba recorriendo para conseguirlo.
Al principio, a pesar de ser receptiva, tuve que dejarme guiar. El peso todavía me importaba demasiado, la distorsión era grande y todavía estaba en proceso de reeducación alimentaria por lo que mirarme al espejo era una tortura y no tenía ninguna gana de acicalarme como lo hacía antes de la enfermedad. Pero encontré, gracias a la música, un lema que se ajustaba más a mi personalidad real: “princesa no, guerrera por favor” (epístola feminista, El José) y fui fiel a ello como lo era a mi anterior lema.
Así que me decidí a rescatar todas aquellas cosas que me hacían sentir bien antes de tener la mente contaminada de odio hacía mí misma y comencé a ponerlas en práctica a pesar de lo difícil y poco apetecible que me resultase.
Me maquillaba, me ponía prendas que me gustaban (aunque en ese momento me parecía que iba horrible pero me hicieron darme cuenta de que todos los cuerpos tenían la posibilidad de sacarse partido), hacía manualidades, escuchaba de nuevo música a la par que cantaba a pleno pulmón, me reunía con mi familia, quedaba con mis amigos, intentaba conocer gente nueva y recuperar amistades que la enfermedad me había arrebatado.
Estos pequeños, pero, a la vez, grandes gestos, me beneficiaron mucho. Quizás, lo que más me ayudó fue relacionarme de nuevo con la gente, ver los intereses que tenían y cuál eran sus objetivos vitales, a la par que me daba cuenta de que el mío era tan poco relevante que fue perdiendo puestos en la escala de prioridades.
Ahora, dieciséis años después, tengo un peso dentro de la norma, pero sinceramente, eso ya no ocupa ningún lugar en mis prioridades. Estoy sana lo que me permite trabajar a la par que estudio para poder dedicarme algún día a la que he podido descubrir, una vez despejada la cabeza de cifras de kilos y calorías, que es mi vocación y tengo una vida social más satisfactoria que nunca.
Espero que mi testimonio acerca del TCA que sufrí, pueda ayudar a muchas personas.