Razones de peso para que Citlalli Mer vuelve a compartir un testimonio desde CDMX sobre su historia con los Trastornos de la Alimentación (TCA). En esta ocasión insiste en que los TCA no se reducen a problemas con la comida o con el acto de comer, y que pueden agravarse hasta resultar tan incapacitantes como cualquier enfermedad física. Este es un recordatorio importante sobre la necesidad de llevar a cabo un tratamiento multidisciplinar del trastorno y de TOMARLO EN SERIO. Se presente en el cuerpo en que se presente.
Ya está bien, su peso ya es «normal»
Quiero que se entienda que la comida no es el problema. Los TCA son una enfermedad mental que incapacita como cualquier enfermedad física. Y hay mucha desinformación acerca de ellos.
Toda la vida me había sentido insatisfecha con mi cuerpo. Las redes sociales me lo recordaban a diario, y algunos comentarios «inofensivos» de mi familia también. Hubo un tiempo en el que creía que al fin todo se estaba acomodando, que estaba logrando todo lo que quería.
Lo único que me faltaba era ese cuerpo perfecto que tanto nos venden, junto a la supuesta “felicidad” y la “aceptación social” que lo acompaña.
Todo inició con una estúpida “regla de tres” entre el peso y talla de una modelo y mi talla, buscando saber cuál era el peso al que «debería» llegar. Al inicio sólo hacía cardio intenso todas las mañanas. Después, al ver que la báscula no bajaba, comencé una dieta. Creía que si la seguía al pie de la letra lo lograría.
Los primeros dos meses perdí (x)Kg y lo único que recibía eran felicitaciones. Eso aumentaba mis ganas de querer continuar. Varias veces intenté vomitar, pero no podía y me odiaba por eso. No pasaron ni 4 meses y yo ya había perdido casi (x)kg. Llegué a ese peso que tanto anhelaba y pensé que podría bajar más por si en algún momento se me llegaba a antojar algo poder “darme el permiso” y comerlo sin culpa.
Continué bajando de peso sin sentirme satisfecha. Siempre quería más y más. Un día mi cuerpo no aguantó y pensé: “¿y si me como este pan?». Como mi familia decía: “por un día no va a pasar nada”.
No lo comí ni lo saboree: me lo tragué. Mi cuerpo necesitaba comer. Pero al día siguiente la culpa me invadió por completo.
Hice más ejercicio y comí menos para compensar. Empecé a comer varias cosas para después escupirlas. Me decía que así podría saborearlo todo sin engordar un gramo. Yo creía que no me sentía cansada, pero no era así. Lo que pasaba es que quería era desaparecer. Pensaba: “sé que puedo lograr lo que yo quiera, así que ya no me importa hasta dónde llegue con mi anorexia».
Me iba a dormir pensando en la posibilidad de que el día de mañana tal vez no despertaría y sentía un gran alivio. No dormía en toda la noche, me era imposible. Amanecía y seguía viva pero con un humor terrible. Dejé de salir a comer con mi familia porque no podía contar las calorías de lo que me servían, de comer junto a ellos porque tenía mis propios horarios. Me aislé creyendo que tenía la razón.
Afortunada o desafortunadamente, en una reunión mi familia lanzó la pregunta: «¿qué es lo que tienes? No estás normal». Me solté a llorar. Me llevaron con el nutriólogo, y al ver toda la lista de lo que tenía que comer y al ver que quería comer, sin más me atraganté. Yo decía “si lo que quieren es que coma, pues como”. Además mi cuerpo me lo pedía a gritos.
Obviamente no seguía la dieta que me enviaron. Sólo comía y comía. Sentía que no podía parar.
Era una sensación de no poder tener el control sobre mí que me abrumaba, junto con la vocecita en mi cabeza diciéndome que no era lo suficientemente fuerte, que había perdido.
Desayunaba en la casa, desayunaba en la escuela, comía en un puesto cerca de la universidad y enseguida me adentraba en otro. Odiaba llegar a casa porque sabía que mi familia (ya de por sí preocupada) me ofrecería comida, y no tenía la capacidad de negarme. Yo quería seguir comiendo, pero me daba pena que mi familia viera cómo terminaba y quería seguir haciéndolo (y es que una de las razones por las que inicié las dietas fue para que ellos tuvieran una vida «más sana», para demostrarles que se puede).
Pero yo necesitaba un atracón a diario. Era un pensamiento que iba conmigo en todo momento, que no me dejaba en paz. No podía concentrarme en nada.
Me daba mucho coraje porque todos creían que ya estaba mejor, que mi IMC ya era “normal”, cuando en realidad me sentía peor que nunca. No podía contar con mi familia porque ellos creían que todo se arreglaba con comer, y claro, como la subida de peso no era tan notoria después de quedarme casi en los huesos…
Mi nuevo trastorno fue creciendo como mi semilla de aguacate. Pensaba que en algún momento recuperaría mi peso inicial y que mi familia y las personas que conocía se burlarían de mi. Me daba mucha rabia que nadie entendiera lo que me pasaba. Hasta yo misma me decía que sólo era cuestión de tener fuerza de voluntad, como hacía antes, cuando en realidad era luchar contra mí misma, contra un pensamiento que me perseguía en todo momento.
Es tan fácil cambiar de un trastorno a otro cuando te hacen creer que puedes mejorar sólo cambiando tus hábitos alimenticios…
Cuando en realidad el problema es que todavía vivimos en una sociedad que no le da el suficiente valor a los TCA y que no entiende que son una enfermedad mental que discapacita como cualquier enfermedad física.
Que el problema NO está en la comida. Que tú peso no habla de la gravedad de tú TCA, ni siquiera de si lo padeces o no.
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