Testimonio TCA: Pedir ayuda es de valientes

Testimonio que cuenta como sufrió TCA y cómo frecuentemente estos pasan por diferentes fases; bulimia, anorexia, atracón... ¡Pedir ayuda es de valientes!

«Pedir ayuda es de valientes» es un testimonio sobre Trastorno de la Conducta Alimentaria (TCA) que nos llega de parte de Ana, que cuenta toda su historia con ellos. Es un caso en el que vemos cómo frecuentemente los TCA pasan por diferentes fases (bulimia, anorexia, atracón…).

En el caso de Ana también podemos ver el componente familiar, el factor de riesgo de las dietas en la adolescencia, las relaciones tóxicas, la vinculación al mundo del fitness… Su caso también es un ejemplo de muchos de personas que, a raíz de la pandemia, vivieron una recaída en su TCA. Pero Ana, como bien reza el título de su texto, ha sido tan valiente como para pedir ayuda y salir de la enfermedad.

Estamos seguras de que muchas personas van a sentirse reflejadas al menor por alguna parte de su vivencia. Gracias Ana por tu coraje, no sólo para buscar ayuda, sino también para compartir tu historia con tod@s aquí en Proyecto Princesas.

¡Fuerza!

¿Sientes que es hora de pedir ayuda? ¡Te animamos a que lo hagas igual que hizo Ana!

 

Pedir ayuda es de valientes

Llevo más de un mes para escribir este testimonio. No consigo poder expresar al cien por cien mi vivencia y lo que siento. Al final, he decidido explicarlo de la manera más cercana y sencilla que pueda. No es nada especial, solo es mi historia. Pero ojalá alguna persona que esté pasando por lo mismo y se identifique conmigo, se sienta arropada y sepa que no está sola.

No recuerdo cuándo empezó todo. Lo único que tengo claro es que fue demasiado pronto. Desde muy pequeña me he preocupado por mi apariencia y por agradar a los demás. En realidad, es lo que veía en casa. La preocupación excesiva de mi madre por su físico y, sobre todo, por estar delgada, me hacía ponerme unas expectativas muy altas.

En mi familia, todos tienen un cuerpo digamos «normativo», y yo me salía de la norma.

Mis muslos y mi cuerpo siempre han sido más grandes y he tenido curvas. En resumidas cuentas, ya no era solo el verme diferente, sino que me dijeran que lo era. Según mi madre yo había salido a la familia de mi padre. No recuerdo cuándo empecé a hacer dietas, pero no tendría más de quince años.

La restricción ha formado siempre parte de mi vida. Mi primera relación sentimental duró más de lo que tendría que haber durado. Él tenía tantos complejos que me intentaba anular a mí para sentirse mejor consigo mismo. Y lo consiguió, creándome inseguridades y miedos. Haciéndome sentir que valía menos. Oprimiendo mi personalidad. Recuerdo que una noche quedamos a cenar con su hermano y con la que era entonces su pareja. Pidieron pizza para cenar.

Y él, delante de todos, me dijo: «tú no deberías comer esto, que estás a dieta».

Evidentemente, yo cené una ensalada mientras todos comían pizza. Creo que por esa época es cuando empecé a vomitar. Me sentía malísima persona cada vez que comía algo que se salía de lo que era «bueno» comer.

Me convertí en mi mayor enemiga. Era tóxica conmigo misma. Mi conversación interna siempre era destructiva. Olvidé lo que era decirme cosas buenas. Mejor dicho, olvidé que las tenía. Aunque, lógicamente, de puertas para fuera jamás mostraba nada de lo que ocurría por dentro. A día de hoy, con treinta y dos años, después de haber vivido muchísimas situaciones complicadas en todos los ámbitos: laboral, económico, familiar, sentimental…

Me he puesto delante del espejo. De mí. Del problema. Y he pedido ayuda.

Llevaba muchos años sin producirme el vómito, aunque sí controlando todo lo que comía. A lo largo de mi vida, varias personas me habían propuesto prepararme para «bikini fitness». Llegó un día que tomé la decisión de hacerlo, con todo el sacrificio que ello conlleva: mucho entrenamiento y dieta muy estricta. Toda la comida medida al milímetro.

Recuerdo el día que fui a casa de mi preparador. Estaba con su mujer, que también competía. Y nada más llegar, muy amables, me pidieron que me quedara en ropa interior y me pusiera bajo un foco. Poco a poco iban mirando cada parte de mi cuerpo. Aquí quiero que entendáis lo complicado que fue ese momento para mi, mostrando todos mis «defectos» a dos completos desconocidos, quienes iban describiendo lo que para ellos y para mí era «la perfección».

Mis piernas (mi mayor complejo) cambiarían. Se definirían y perdería esa piel naranja de retención de líquidos que tanto me acompleja. He practicado siempre deporte, y muy frecuentemente de fuerza, lo que hacía crecer mis piernas y sacar músculo, aunque esa piel de naranja siempre ha ido conmigo. Y ellos me prometían unas piernas más delgadas, sin ese «defecto». Estaba claro que iba a firmar ese contrato, costara lo que costara.

Y ahí estaba yo, entrenando cada día, daba igual la hora o lo cansada que estuviera de trabajar.

Comiendo cinco veces al día cantidades de comida desmesuradas. Incluso a veces sin hambre, porque era lo que tenía que hacer. Todo proteína, nada de grasa. En una semana adelgacé dos kilos. Recuerdo el momento de ir a pesarme como una tortura. Si no conseguía mis objetivos, sabía que me iba a castigar a mi misma.

Al mes estaba bastante delgada. Mis piernas estaban muy finas. Mis abdominales marcados. Pero también había perdido pecho y glúteo, a pesar de trabajarlo. Había perdido volumen, pero me veía bien. Parecía que estaba consiguiendo mi objetivo, aunque el precio que estaba pagando por ello no era bajo. No comía nada fuera de esa dieta.

Al trabajar de noche, pasaba mucha hambre. Estaba cansada, y lo que me alarmó es que dejó de bajarme la menstruación. Se lo comenté a mi preparador, y me dijo que era totalmente normal. ¿Cómo va a ser algo así «totalmente normal»? Evidentemente, mis niveles de grasa habían bajado de golpe.

Se me ha olvidado comentar que justo llegó la pandemia, por lo que trabajaba turnos largos sin apenas libranzas en el hospital. Mi rutina se borró por completo.

No podía entrenar, mis comidas habían perdido el sentido. Tenía ansiedad por la situación vivida. Estaba triste y, cada día, presenciaba situaciones que me llevaba a casa y que no comentaba con nadie. Demasiadas personas con sus historias dejaban este mundo de mi mano, siendo la última persona que les veía respirar. Empecé a no dormir, a tener pesadillas. El tiroides se volvió loco. Me empecé a ver otra vez mal…

Aunque seguía con dieta restrictiva, empecé a darme atracones. Pasaba muchas horas sin comer y, cuando empezaba a comer algo, no podía parar. Eso me llevó a volver a provocarme el vómito. Perdí el control total de mí y de mi vida. Y entre medias de todo este horror, unos meses antes tomé la decisión de dejar una relación larga que me sacaba más lágrimas que sonrisas. Algo que él no aceptó. Eso me hacía los días aún más complicados.

Mi salud mental estaba totalmente colapsada.

No sabía quién era ni qué hacía. Sólo quería desaparecer y dejar de sufrir. Tenía miedo de sentirme así. Incluso me sentía egoísta por hacerlo en una situación global tan horrible. Me asusté tanto, que tomé la decisión más valiente de todas: pedir ayuda. Y menos mal… Porque no sé qué habría sido de mí si no lo hubiera hecho.

Conté lo que me pasaba a las personas que más quería. Les pedí que me ayudarán. Empecé a ir a la psicóloga, con la que a día de hoy continúo, y que se ha convertido en una de las mejores cosas de la semana. Desde aquí y desde mi humilde experiencia, quiero decir dos cosas:

  1. Pedir ayuda es de valientes.
  2. Y que ojalá se le dé el valor que merece a la salud mental. Que pueda estar al alcance de todos.

Ana


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